Diego
se enamoró de una chiquilla de su ciudad, Teruel, allá por el s. XIV. Cuando Diego le
declaró su amor a Isabel, ella sólo puso una condición para aceptar su amor: su
padre D. Pedro tenía que dar su aprobación.
Diego
era un segundón, es decir, su hermano mayor, el primogénito, heredaba todas las tierras a la muerte de
su padre, él carecía de fortuna. Este fue el motivo por el que D. Pedro rechazo
la propuesta de matrimonio de Diego a Isabel.
El
muchacho convencido que su amor era verdadero, pidió que Isabel lo esperará
cinco años, tiempo en el que pensaba hacer fortuna para volver y desposarla.
Con un apretón de manos quedó firmado el pacto entre padre y el enamorado de
Isabel. Diego se unió a las Cruzadas para conseguir el dinero necesario para convertir su sueño en realidad.
Transcurrió
el tiempo establecido en el acuerdo, no llegando ni su persona ni
noticias de él. D. Pedro preocupado porque su hermosa y joven hija se “quedará
para vestir santos” la convenció para que se desposará con un hombre de
fortuna, años mayor que ella.
En la
noche de bodas de Isabel, Diego se presentó ante su amada. Incrédulo de las
noticias que había recibido de sus nupcias. Nada le reclamaba, excepto un único
beso por hallarse herido de amor. Isabel, tal fiel a sus principios, no lo
considero aceptable por saber que así le faltaría el respeto a su marido. En el
mismo instante que sus labios pronunciaban un rotundo NO, los labios de Diego exhalaban
su último aliento.
Asustada
despertó a su marido, y este ante el temor que lo acusaran de asesinato la
apremio a llevarlo a la puerta de su
familia para quedar exculpado.
Al
amanecer Isabel se sentía llena de culpabilidad al haber abandonado de esa
manera el cuerpo inerte del que fue su amor, su gran amor. Se visitó de negro
cubierta por un velo y se dispuso a asistir al entierro de Diego. Cuando llegó al velatorio, se aproximó a él, se levantó el velo y dijo: “en muerte te doy el beso que te
negué en vida”. Tras besarle cayó muerta de amor, como él lo había hecho pocas
horas antes.