El otro día en la panadería una niña de unos 13 años le pedía algo
a su madre con insistencia.
"Porfi, déjame ir!!! Me porto bien y
llego a la hora que tú me digas!! O mejor, tú me recoges." La madre
mientras tanto seguía con la mirada al frente esperando su turno. La chica
parecía un disco rayado, una y otra vez repetía lo mismo.
Todos los que aguardábamos nuestro turno mirábamos
a un lado u a otro, intentando que la madre no se sintiera más incómoda todavía
con la situación. Como madre, sé lo pesado que se pone un niño cuando tiene
fijado un objetivo, su técnica de convicción: el agotamiento mental, que se
produce más rápido si el progenitor se ve rodeado por desconocidos. Cuando
claudica, lo que realmente quiere es liarse a gritarle al niño que es un
"pesao", pero el qué dirán es motivo de freso a sus deseos. Así que
con sonrisa fingida se mantiene el tipo lo mejor que se puede.
"Mama, por favor, no salgo en dos
semanas."
Puedo asegurarte que no era mi intención
estar tan pendiente de madre e hija, pero era imposible. Y ciertamente ya mi
curiosidad quería verse satisfecha al enterarme de donde exactamente quería ir
la niña.
"Mamá todos van a ir al estreno de
Poltergeist."
En milésimas de segundo deje de estar en
2015 y viaje a 1986. Si esos momentos hubiesen pertenecido a una película, la
imagen se hubiese difuminado para hacerle notar al espectador que lo que iba a
ver a continuación eran los pensamientos del protagonista, en este caso los
míos.
Me vi con mi madre:
- Mamá, toda la clase de 8º de EGB, va a
ver el estreno de Poltergeist II. Quiero ir!!!!
- Pero si tú no ves películas de miedo, si
dices que no te gustan porque te hacen pasar un mal rato.