Cuando en 1992 a mi novio le dieron
destino para realizar el servicio militar, ambos pensamos que la separación nos
iba a resultar la más penosa de las pruebas. Qué tontería!!! Pero supongo que a
mis 19 años y él con 22 todo estaba teñido de rosa y pese a llevar ya dos
años de novios seguíamos flotando en la nube del enamoramiento, todo se
dramatiza hasta límites insospechados.
Aquella noche en la que me enseño la carta
recibida por el Ministerio de defensa le prometí con lágrimas en los ojos que
le escribiría todos los días que él estuviera en el cuartel, todos los días
recibiría una carta en la que le recordaría lo enamorada que estaba… la “mili”
no nos separaría!!! Y con un beso sellamos el acuerdo.
Ainsss bendita inocencia y bendita
juventud. En aquellos momentos no existían los móviles, por lo tanto WhatsApp
ni estaba en la mente de su inventor. Sólo el correo era el método fiable de
comunicación. Me lo imaginaba en un frío cuartel, tapado con una raída manta,
alumbrado por una vela y como único consuelo... mis cartas. Quizás en el
cuartel no hubiese llegado el teléfono, estaría aislado del resto de mundo!!!!
Síiiiiii muy melodramática pero era una
cría muy influenciada por las películas románticas y sobre todo por los
libros que me encantaba leer. Iba a ser como Catherine, en Cumbres
Borrascosas, cruzando el helado páramo alentada por su amor. Octavio iba a ser
Harry, el protagonista de Las 4 plumas, aquel soldado que va a la guerra para
demostrar que no era un cobarde. Una romántica empedernida, de pies a cabeza, para que negarlo.
Aunque quizás lo que más me llevo a
realizar aquella promesa fueron las postales que guardaba mi madre en una caja
de cartón. No sé a qué edad descubrí aquella caja, pero desde el segundo uno
supe que aquel era el mayor tesoro que habitaba entre las paredes de mi casa.
Mi padre prestó servicio a la patria en
Melilla en 1969, dieciocho meses en los que sólo visitó a su familia y a su
novia en una ocasión. Durante aquel tiempo le mandaba a mi madre unas postales
maravillosas, llenas de imágenes que para una niña tan pequeña eran enigmáticas,
envueltas en misterios, recordándome el libro de cuentos de las mil y una noches
que tanto me gustaba mirar. Cada postal era una ventana abierta a Melilla, a África,
a un sitio que estaba lejísimos. Escenas de bazares, de camellos que parecían
mirarte directamente a los ojos, a chicas musulmanas ricamente engalanadas, con
profundos ojos negros, puestas de sol
sobre un mar cristalino,…