Cuando tenía de ocho a diez años los viernes tarde-noche
teníamos un ritual en casa.
Mi hermana y yo teníamos las melenas larguísimas, casi por
la cintura, era la moda. Mi madre nos metía en la bañera y nos lavaba la cabeza
haciendo montañas de cabello con espuma. Enjuagar muy bien. Y después las
montañas volvían con la crema suavizante.
En invierno nos ponía las camisetas en el radiador, de la
marca Garza, no se me olvidará. Este tenía rueda y siempre en casa se decía
"lleva el Garza a la cocina", "lleva el Garza a la salita",
"lleva el garza,...", era como nuestra mascota la paseábamos de una
habitación a otra.
Después del baño tocaba la cena. Un huevo pasado por agua,
siempre los viernes era la misma cena. Los odiábamos, desde entonces creo que
no he vuelto a comer un huevo cocinado de esa manera. Sabíamos perfectamente
que si no lo comíamos no teníamos recompensa. Nos los hacía en un electrodoméstico
especial para huevos pasados por agua. Una especie de olla pequeña donde se colocaban
los vasitos, estos eran de cristal con tapadera amarilla. Cuando el huevo
estaba en su punto, el aparatito para avisar tenía una música inconfundible, de
esas tan pesadas como el carrito de los helados que pasa por la playa. En el
vasito echábamos mucho pan, mucho pero que mucho pan, para no notar las
"babas" del huevo, arggggg, todavía al pensarlo me dar repelús.