Me encanta ir a mi clase de yoga los lunes a las 8:30 de la mañana. No hay mejor manera de comenzar la mañana.
Los primeros minutos de la clase, si hay hecho yoga lo sabrás, son para tomar conciencia de tu respiración de tu cuerpo. Ser-estar ahora, en el presente. Olvidando las cosas que se han hecho antes de clase, olvidándose de lo que hay que hacer después de clase.
La monitora nos dice que es normal que nuestra mente vuele a los problemas, a la rutina del día a día. Pero que esos pensamientos los tenemos que transformar en agua, crear un río y observar como fluyen como la corriente los arrastra para dejar limpia nuestra mente. Esa voz suave, relaja hasta la última célula de tu cuerpo.
En la segunda parte de la clase realizamos las asanas, posturas del yoga: guerrero, perro cabeza abajo, perro cabeza arriba, silla, cobra,... miles de las que no recuerdo el nombre. Vas pasando de una asana a otra y tu cuerpo baila como mecido por las olas. Estiras todos los músculos, siente cada parte de tu cuerpo despertar, se despereza como si hubiese dormido una noche de muchas horas seguidas.
Para terminar la clase la parte de meditación-relajación. Esther siempre nos cuenta una leyenda. Yo comparto contigo esta que me parece muy bonita: